¡AGONIZAN EL PRI Y LA DEMOCRACIA!

Una premisa fundamental del sistema de partidos dice que pueden
existir partidos políticos sin un entorno democrático; pero no es posible la
democracia sin partidos políticos.
Y viene a cuento porque luego del proceso electoral de julio de 2018, —
cuando los especialistas apenas digieren “el tsunami” llamado Obrador”–,
pocos entendieron el tamaño de la tragedia que venía con el regreso del
populismo.

A lo más que llegaron algunos fue a descubrir “huellas de animal
grande”, lo que se traducía en una tibia llamada de atención ante un peligro
inminente para la naciente cultura democrática mexicana.

En ese momento –luego de la elección presidencial de julio–, pocos se
percataron de lo que hoy es una terca realidad; asistimos a la muerte de los
básicos para el florecimiento democrático, empezando por la muerte de los
partidos políticos, cuya agonía es preludio del fin de la democracia toda.

Sin embargo –y por increíble que parezca–, la devastación institucional
de los últimos ocho meses –que incluye el fin de la división de poderes, la
muerte de contrapesos y el debilitamiento de la sociedad civil organizada–,
fue producto de un eficaz populista que logró engañar a por lo menos un tercio
del total de los electores mexicanos; votantes a los que sigue engañando.

¿Y cómo los engañó?

Con el cuento de que la naciente democracia mexicana era tan mala e
imperfecta que debía llegar un salvador, un mesías, capaz de convertir en
bueno todo lo malo, con sólo el deseo de cambio.

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En realidad López Obrador y su claque trabajaron por más de una
década en la destrucción de la confianza ciudadana en las instituciones,
empezando por la figura presidencial, que fue demolida desde los tiempos de
Vicente Fox, pasando por Felipe Calderón y terminó con Enrique Peña.

Pero además, para esa eficiente destrucción, contó con un formidable
aliado; la percepción de que la joven democracia era basura frente a las
promesas del mesías verdadero y salvador de la patria.

Así, el germen del milagro de AMLO cayó en el caldo de cultivo
perfecto; nutritivo fermento de odio contra el viejo PRI con el estandarte de la
supuesta izquierda al poder, que fustigó y anuló a los gobiernos de la derecha
panista.

Y para esa tarea titánica de demoler al viejo PRI y sacar de la historia al
PAN, Obrador contó con buena parte de los siempre oportunistas intelectuales
mexicanos, con los acomodaticios medios y las destructivas redes.

Y, claro, el altoparlante para exhibir toda esa promesa de cambio –un
verdadero misil para la joven democracia mexicana–, fue el “nuevo partido
Morena” que nunca ha sido partido y tampoco un movimiento sino una
religión política con pinceladas guadalupanas y culto mesiánico.

En realidad Morena es una iglesia en donde sólo hay lugar para los
conversos y los feligreses a toda prueba.

Y es que Morena es un grupo social –profundamente conservador–,
construido por y para un solo hombre, su dueño, al que hoy todos rinden culto
como presidente.

Al final del camino ese efectivo culto político –y su apóstol–, fueron
capaces de encandilar a 30 millones de mexicanos que sin pensar bajaron la
guardia y entregaron todo el arsenal de la naciente democracia mexicana, a
cambio de un sueño populista.

En los hechos, Morena y López Obrador demolieron al sistema de
partidos, aplastaron los contrapesos, destruyeron a los opositores y tiraron al
bote de basura el sueño democrático.

Hoy no existen más los partidos políticos como los conocimos hace 20
años, cuando el PRI fue echado del poder. Lo que queda del PRI, PAN y PRD
es el zurrón de un sistema que perdió toda su capacidad de representación
social, que olvidó las ideologías y canceló su capacidad opositora y de
contrapeso.

El PRI cumple 90 años y parece próximo a su extinción, el PAN llega a
los 80 años y está siendo comido desde dentro por sus diferencias internas, en
tanto que el PRD apenas llega a los 30 años y es la víctima favorita de AMLO;
la consigna de Morena es destruir a su hermano mayor, el PRD.

Y nadie puede decir que Morena es un partido político ya que, en los
hechos, el “partido” de AMLO es un culto en donde la democracia se ejerce
por tómbola, el pensamiento único es la consigna y en donde manda un solo
hombre. Y en ese culto el dios al que adoran se llama Andrés.

Y, por eso mismo, tampoco nadie puede esperar resultados positivos de
un gobierno surgido de un culto, que pregona y practica la negación de la
política y que se nutre de la antidemocracia; lo que algunos especialistas
llaman “la antipolítica”.

Hoy en México no existen más los partidos políticos y tampoco existe
un “partido en el poder”. Y sin partidos, la democracia está muerta.
A tiempo.