AMLO y los empresarios: un abrazo y un plan

Uno de los hechos políticos más importantes de esta campaña se dio el martes pasado cuando López Obrador se reunió con los integrantes del Consejo Mexicano de Negocios, el espacio donde confluyen los principales empresarios del país, los cuales, sumados, manejan cerca del 29 por ciento del PIB nacional. Los mismos empresarios sobre los que Andrés Manuel había dicho de todo, desde calificarlos de mafiosos hasta de ejercer el tráfico de influencias. Los mismos que, abiertamente y ejerciendo sus derechos, han criticado al candidato de Morena y han llamado al voto razonado que muchos han entendido como el voto antiAMLO.

La reunión terminó, dicen, con un abrazo entre uno de los más satanizados de esos empresarios, Claudio X. González y Andrés Manuel, y el acuerdo de que, si ganaba Morena las elecciones, trabajarían conjuntamente por el bien del país. Dijo el propio Claudio que hablaron también de beisbol y que López Obrador“tiene un plan” y que verán su instrumentación después de las elecciones. En otras palabras, hay una suerte de tregua hasta después de los comicios en un encuentro, organizado por Alfonso Romo, quien dice que transcurrió muy civilizadamente.

El abrazo entre López Obrador y Claudio X. González será para muchos insólito, pero es parte de una realidad a la que se deben enfrentar tanto el candidato de Morena como los principales empresarios del país. Puede haber modelos distintos de desarrollo con el que unos u otros pueden o no estar de acuerdo, pero ni se puede gobernar enfrentando a los empresarios ni la empresa puede crecer en un contexto de lucha con el gobierno.

México es una de las economías más abiertas del globo. Las cifras de nuestro comercio exterior, los convenios internacionales con prácticamente todos los países y regiones del mundo, nuestra participación en los procesos de globalización, no es algo que rápidamente se pueda revertir. Y no se lo puede revertir sin perder en ese camino toda la estructura económica actual del país. Por supuesto que en ese proceso faltan muchas cosas, las desigualdades sociales son intransitables, la calidad de vida de la mayoría de la población no es coherente con el nivel de desarrollo económico, en muchas ocasiones la corrupción y la inseguridad boicotean el propio desarrollo. Pero también es verdad que ha habido avances notables en muchos ámbitos, que hay fuentes de empleo, sobre todo en la industria exportadora, con salarios mucho más altos (en promedio un trabajador en una industria exportadora gana un 37 por ciento más que en una empresa, exclusivamente, nacional) y que las enormes inversiones extranjeras que ha tenido el país jamás se hubieran producido en un México con economía cerrada y sin seguridad jurídica.

De una u otra forma, gobiernos y empresarios han marchado de la mano durante casi todo el periodo posrevolucionario. Dos sexenios rompieron esa relación: el de Luis Echeverría y el de José López Portillo. Durante el gobierno de Echeverríase dio el hecho más traumático y violento: el asesinato del empresario Eugenio Garza Sada, un asesinato que, como mostramos en el libro Nadie supo nada(Grijalbo, 2007) pudo ser evitado por el gobierno federal que tenía infiltrada la célula guerrillera que quiso secuestrar y terminó matando al empresario regiomontano. Escribíamos en ese libro que “la muerte de Garza Sada ha quedado como uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia reciente, en el que se engarzan desde la aventura política de grupos armados radicales hasta especulaciones políticas del poder para restarle espacios a una iniciativa privada como la regiomontana, que había crecido con parámetros y principios ideológicos diferentes de los del centro”. Fue un desencuentro terrible que nunca, durante esa administración, se pudo subsanar y que conllevó a una intransitable crisis económica, política y financiera.

De la mano con el boom petrolero intentó subsanarlo López Portillo. Lo logró durante un par de años, pero luego el despilfarro, el intervencionismo estatal en la economía, las aventuras políticas y la corrupción, llevaron a una crisis de dimensiones aún mayores que la del echeverrismo, que López Portillo intentó ocultar con la expropiación bancaria, a menos de 90 días de dejar el poder. La ruptura fue absoluta.

Han pasado 36 años de recomposición de la relación entre el poder político y el económico, con un modelo de desarrollo que ha evolucionado desde entonces en forma casi ininterrumpida, a pesar de todos los cambios y vicisitudes que ha vivido el país.

Tanto López Obrador, si resulta el ganador de las próximas elecciones, como el empresariado nacional deberían saber a estas alturas que no pueden repetir la historia, que no pueden regresar a los años 70, que no puede haber desencuentros tan graves, crisis tan profundas ni intentos de aniquilamientos mutuos como entonces, no es concebible una expropiación bancaria como la de 1982 sin consecuencias catastróficas (como las tuvo aquella) para el gobierno, los empresarios y la sociedad toda. Las diferencias políticas, ideológicas, de historias personales y colectivas, no se van a cancelar en una elección. Nadie debería pedirlo. Pero sí se puede y debe apelar a la responsabilidad mutua y de todos con el país. Y lo del martes, creo, fue un buen paso en ese camino.