Desintoxicación moral

El entusiasmo no es un arenque salado que pueda conservarse muchos años.

Goethe

 

En un texto memorable, escrito en 1932 con el mismo título de este artículo, Stefan Zweig hacía dos reflexiones. La primera puede equipararse a un diagnóstico:

“En todas o en casi todas las naciones se muestran los mismos fenómenos: una mayor y más rápida irritabilidad a causa de un agotamiento moral mayor, ausencia de optimismo, un recelo de manifestación repentina que se enciende por cualquier motivo, el típico nerviosismo y descontento que surge de un sentimiento de inseguridad general”.

Después, hace una advertencia:

“Por grande que sea el valor y la resolución con la que el hombre honesto sea proclive a dar solución a tales problemas, lo primero que habrá de admitir es la imposibilidad de confiar en el cambio brusco y repentino de un estado que aqueja ya en lo más íntimo a millones de seres”.

Pareciera estar hablando de nuestro caso, una crisis profunda y de largo cocimiento. Uno de sus síntomas es esa obsesiva práctica de generar planes, documentos y leyes con las cuales, por arte de magia, la situación se compondrá. Hemos intentado ese remedio infructuosamente desde los brotes independentistas, hace más de 200 años. Podríamos decir que es parte de la cultura de la proclama. ¿El problema es la pobreza? Promúlguese el derecho a la alimentación nutritiva, a la vivienda digna, a servicios de salud, al salario remunerativo, a la educación de calidad. ¿El problema es la discriminación de la mujer? Promúlguese su igualdad con el hombre.

Podríamos continuar con esos derechos, para concluir que al pueblo de México no le faltan ideales, la carencia es de pragmatismo y de congruencia. Sobran políticos y partidos, sobra la demagogia, la farsa y la simulación.

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Que un Presidente tenga que acudir a un notario para creer en su obediencia a la Constitución; que declare no tener injerencia en lo acontecido en Baja California, cuando él designó al candidato a gobernador conociendo sus negativos antecedentes; que culpe a los diputados panistas de venderse y no a los morenistas que los compraron; que declare al neoliberalismo y a la corrupción ya terminados porque así lo decidió él, nos habla de la frivolidad, indolencia e indiferencia con la que gobierna a México.

He insistido en la necesidad de hacer algo. Estoy convencido de que mi generación (la del 68) agregó otro eslabón a la cadena de frustraciones de nuestra historia. Hay que transmitir la tarea a las próximas generaciones, que, dicho sea de paso, no dan señales de preocupación ante la inmensa tarea que se les viene encima.

Dos condiciones de previo y especial pronunciamiento: proscribir la mentira y entender cabalmente nuestra realidad con toda su crudeza. No son tiempos fáciles, tampoco lo es gobernar. En todos los frentes se presentan grandes dilemas.

Retorno a las reflexiones iniciales. Leí la Cartilla Moral de Alfonso Reyes hace muchos años y me entusiasmó. Sin embargo, coincido con el ensayo de Nicolás Medina Mora en Nexos sobre ese texto: son ideas conservadoras, inclusive inspiradas en una cartilla militar.

En resumen, estamos en un grave atolladero. Efectivamente, hay un hartazgo de ideas. ¿Qué debemos hacer para retornarle credibilidad y confianza a la palabra? Utilizar el cedazo de la verosimilitud. Hablarle a la gente como seres pensantes, receptivos y con criterio. Les debemos respeto a su dignidad y, por lo tanto, a su albedrío.

Comencemos de nuevo viendo hacia atrás, la historia es la maestra de la política. La generación liberal tuvo claridad para saber qué hacer desde el poder. “La gran década”, la han denominado algunos; va de la Constitución de 1857 (nuestro mejor texto jurídico) hasta 1867, con el inicio de nuestra primera República. Calificarla de “restaurada” me parece inexacto.

En fin, son provocaciones en las que seguiré incurriendo en un momento de grave confusión, empezando por nuestro Presidente.