La inseguridad amenaza la alternancia

Nada amilana la violencia que vivimos cotidianamente. Los hechos son brutales y constantes: más de 110 candidatos asesinados en la campaña; apenas el viernes, seis policías emboscados y asesinados por huachicoleros en Amozoc, Puebla; aumento de 555 por ciento de ejecuciones en Tepic, Nayarit; cuerpos desmembrados y arrojados con narcomensajes en plena avenida Insurgentes en la CDMX.

La lista es interminable, tanto que pareciera que se ha colmado la capacidad de asombro. Y, quizás, es por eso, pero lo cierto es que resulta abrumador que la violencia y la inseguridad estén lejos de ser los temas preponderantes en una campaña electoral caracterizada por la indulgencia y la falta de propuestas al respecto.

Pero mucho más preocupante resulta el futuro inmediato. En 2012 teníamos un año a la baja en los niveles de violencia del país, luego de un 2010 y un 2011 con altísimos grados de violencia. Pero parecía que la estrategia comenzaba a dar resultados con una consistente tendencia a la baja. Pero nadie tomó en serio el tema de la seguridad y la violencia: se usó, con una simplificación grotesca, con la consigna de la guerra de Calderón, con la idea de que cambiando el gobierno acabarían también la inseguridad y la violencia. Y en eso coincidían los dos punteros de entonces: Enrique Peña y Andrés Manuel López Obrador.

La administración Peña tardó relativamente poco en toparse con la realidad cuando intentó apaciguar la violencia pensando que era, sobre todo, un tema comunicacional y cuando desmontó buena parte del andamiaje de seguridad que se había construido en la administración Calderón. El punto culminante y de no retorno de esa política fue la fuga de El Chapo Guzmán y un incremento constante en el número de muertes violentas que no ha dejado de crecer en los últimos seis años, acicateada también por fenómenos relativamente nuevos, como el huachicoleo.

A eso se ha sumado la violencia derivada de los cambios de gobiernos locales, con alternancia en muchos de los estados, caracterizada, como ahora en la elección presidencial, por la llegada al poder de gobernadores con escasos conocimientos e interés en el tema de la seguridad.

El deterioro en muchos estados como Chihuahua, Quintana Roo, Tamaulipas, Nayarit e incluso Veracruz ha sido notable. Se podrá argumentar, con razón o sin ella, que en esos estados había acuerdos con grupos criminales que garantizaban mayores márgenes de seguridad. Puede ser, pero lo cierto es que quienes llegaron a gobernar perdieron los controles y, si los existían, los acuerdos y tenemos como consecuencia un incremento constante de la inseguridad, afectando, incluso, a centros turísticos tan importantes como Cancún, Playa del Carmen e incluso Los Cabos.

Pero, con todo, estamos hablando de un cambio relativamente pequeño en la geografía política. El primero de julio tendremos la mayor elección en la historia de México, miles de cargos públicos se tendrán que renovar en prácticamente todo el país, desde alcaldías hasta los congresos locales y el federal, llegando a gobernadores y la Presidencia de la República. Y todos esos cargos se transferirán en un lapso de apenas tres a cinco meses después de la elección.

Y me temo que ninguno de los candidatos, incluyendo los de todos esos niveles, salvo alguna honrosa excepción, está preparado o tiene una estrategia consistente para atacar la inseguridad y la violencia cotidiana.

En la enorme mayoría de los casos lo que tenemos son declaraciones e incluso ocurrencias, pero no se ve en casi ninguno una estrategia y ni siquiera un buen diagnóstico sobre lo que sucede y se puede y debe hacer.

A eso se suma que nuestros políticos tienen la tendencia (lo vimos en el 2012 y lo vemos en cada una de las elecciones estatales que se han dado desde entonces) a considerar que lo hecho por sus antecesores no sirve y que, simplemente, al llegar ellos al poder y colocar a gente de su confianza en esas posiciones se acaba el problema, porque el verdadero problema era, creen, sus antecesores y, por ende, se deshacen de estructuras y recursos humanos heredados.

En algunos casos es así, pero, incluso, en ésos el resultado ha sido un empeoramiento de las condiciones de seguridad.

Imaginemos ese escenario, sin una estrategia clara de seguridad desde el centro, multiplicado por miles de posiciones en todo el país. No nos engañemos: 2019 en ese contexto, gane quien gane la Presidencia de la República, puede ser uno de los años de mayor descontrol en temas de seguridad en el país.

Por eso mismo deben reafirmarse y fortalecerse las instituciones de seguridad existentes en lugar de debilitarlas, se debe definir de una vez por todas el rol de las Fuerzas Armadas y sacar adelante la Ley de Seguridad Interior (incluso, si esa ley es rechazada en la Suprema Corte, total o parcialmente, se debe tener claridad respecto al marco legal en el cual tendrán que trabajar las instituciones), se deben aclarar propuestas y desechar ocurrencias.

Pero el punto clave es que no se puede dejar suelto el desafío crucial que afronta la sociedad mexicana que es garantizar su propia seguridad cotidiana. Sin ella todo lo demás será inútil.