Las columnas en blanco

Por César Antonio Molina

Durante estos largos y tortuosos meses en que la política en vez de ser la solución a los problemas ella misma se ha convertido en el peor de ellos, vengo escuchando, por parte de algún partido, insultos y diatribas contra los medios de comunicación, tanto escritos como audiovisuales. Se les acusa de manipular a la opinión pública y de estar en manos de empresas que, únicamente, defienden sus intereses. Quienes esto dicen desconocen la dura, difícil y trágica historia de nuestra libertad de imprenta y opinión.

Unamuno, en el año 1932, en un artículo titulado “¡Hay que enterarse!” no solo defendía a la prensa sino también le atribuía el haber contribuido a llevar a cabo lo que él denominaba como “conciencia popular nacional”. La prensa, para Unamuno, había sido la verdadera educadora del país ante la falta de una adecuada instrucción pública. Quienes desconocen los sacrificios que los españoles hicimos a lo largo de los más de cinco siglos de existencia de nuestro país, ignoran que, desde la Pragmática de los Reyes Católicos (1502) hasta nuestra actual Constitución (1978), nunca existió una verdadera libertad de prensa y opinión. En la Pragmática, los monarcas amenazaban violentamente al incipiente gremio de editores. No deberían osar imprimir texto alguno sin haber pasado antes por la censura civil y eclesiástica. Años después, otra Pragmática de Felipe II entregaba los libros y las hojas periódicas impresas a la censura previa y a la Inquisición.

A mediados del siglo XVII, en los Avisos, Barrionuevo, sufrido editor, acuñó la expresión, hoy también de tanta actualidad, “pobre España desdichada”. De ahí se fue a los juzgados de imprenta del ilustrado Carlos III y a la Constitución de Cádiz, virginal siempre en su impotente intento de puesta en práctica. En el artículo 371, perteneciente al título IX subtitulado De la instrucción pública, se dice textualmente: “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”. Los límites de la libertad de expresión están precisamente en las leyes. No es ilimitada, pues nada lo es. Ilustrar, educar, difundir la cultura, esparcir el espíritu y formar la opinión personal y pública, todo ello es esencial en un estado libre y democrático. La opinión personal es el juicio o sentimiento que la mente individual formula acerca de las cosas o las personas. La opinión pública, para Pulitzer, regulaba la conducta de una comunidad y, por ello, era una ley no escrita: el sentimiento dominante que representa un acuerdo o un código moral y de educación común. Muchos siglos atrás, Sinesio de Cirene (IV d.C.) la había definido así: “Esa multiforme fiera”.

Lista, Quintana o Blanco White, entre tantos otros liberales más o menos progresistas, pagaron con la persecución y el exilio semejantes atrevimientos democráticos. ¡Qué decir de Fernando VII! La censura en España, a lo largo del siglo XIX, llegó a ser inusitadamente dura y violenta.

En aquellas fechas, a mediados del siglo XIX, muchas cabeceras españolas, como protesta a su permanente y sanguinaria persecución, dejaban vacías las columnas levantadas por las intransigentes autoridades. Larra llegó a escribir, con su habitual ironía, “este país ni siquiera está lo suficientemente preparado para leer columnas en blanco”. Ni el trienio liberal acosado, ni la buena fe del Estatuto Real, ni la Constitución más laxa del año 1876, ni las dos Repúblicas (en la Segunda se llegó a aprobar una ley en Defensa de la República para controlar a la prensa extremista encarnizada contra la propia institución) dieron pasos seguros para avanzar en este derecho. ¡Y qué decir del franquismo! Umbral, que escribió unos artículos magistrales sobre la voladura del diario Madrid, afirmaba que los españoles éramos una raza pirómana y ofrecía la idea de que en el solar donde había estado el periódico se levantase un monumento dedicado a Gutenberg. “¿Qué periódico vamos a volar el año que viene?” se preguntaba el articulista y, con la ironía heredada de Fígaro, proponía que se volase el Colegio de Abogados y los de todas las otras profesiones.

Atacar o pretender restringir esta libertad esencial del sistema parlamentario es un golpe de estado a la democracia. No existe una sociedad libre sin prensa libre. En los sistemas absolutistas y totalitarios lo tenían muy claro. Napoleón avanzando por toda Europa con sus ejércitos, comentaba que, para ocupar un país, lo primero era la artillería y, lo segundo, la prensa. Su cabecera única se llamaba Monitor. Nada más llegar al poder, el nazismo, el fascismo o los soviets, lo primero que hicieron fue cerrar, destruir y controlar férreamente los medios de comunicación. Los estatalizaron y burocratizaron, además de convertirlos en un triste e inclemente eco publicitario de sus perniciosas doctrinas.

¿Acaso es esto lo que pretenden hacer algunos partidos políticos populistas en el caso de llegar al poder? Yo lo viví de niño y adolescente con la prensa del Movimiento. Sí, los periodistas (una maravillosa profesión en vías de extinción si no estamos alerta) volverían a ser funcionarios nombrados a dedo según su acreditada afección bien al régimen, bien a un sistema político que ya no tendría nada que ver con la democracia, sino con una dictadura más o menos maquillada. Los periodistas mejorarían de estatus pero perderían su bien más preciado: su independencia. Hoy la información, a través de las nuevas tecnologías, es supuestamente más “difícil” de manipular, pero también mediante estas redes se puede ayudar, y mucho, a confundir y amaestrar.

La libertad de prensa, el periodismo libre incluso con sus numerosos defectos y abusos, solo los trajeron a nuestro país la democracia. La libertad de opinión tiene la juvenil edad de casi cuarenta años. Siempre les digo a la gente más joven que yo no nací libre, pues existía una dictadura. Ellos, venidos al mundo en plena democracia, sí nacieron manumitidos. Pero esa libertad no es un bien perdurable si no la saben defender día a día, no es un bien incorporado de forma natural a su propio ADN. Muchas personas lucharon e incluso murieron por conquistarlo.

Cuando escucho a estos violentos y rencorosos populistas, llenos de un odio que creía ya desterrado de nuestro país (yo jamás lo tuve a pesar de pertenecer a una familia republicana, parte de la cual murió en el exilio en París), se me vienen a los oídos aquellas palabras que un conspicuo ensayista español, ultraconservador, Menéndez Pelayo, escribió en su Historia de los heterodoxos españoles: “Periodistas, mala y diabólica ralea, nacida para extender por el mundo la ligereza, la vanidad y el falso saber, para agitar estérilmente y consumir y entontecer a los pueblos”. ¿Palabras de derechas o de izquierdas? La libertad de opinión, la libertad de prensa (hoy de comunicación), debe ser tenida muy en cuenta por aquellos ciudadanos que quieran seguir siendo libres. En España el pensamiento fue siempre un bien escaso pero confío, como confiaba Voltaire, que dentro de muy poco se ponga de moda el pensar.

Tomado de El País