Lula: el fin de un mito

Era un dirigente sindical barbudo, un socialista de abajo que trabajaba en su fábrica y contaba historias de pobreza de su país

En la segunda mitad de los 70 tuve la oportunidad de vivir unos seis meses en Brasil, un país fascinante, sobre todo por la enorme energía y vitalidad de São Paulo, donde me hice amigo (éramos todos casi adolescentes) de un grupo de estudiantes que en la universidad de esa ciudad trabajaban con un dirigente sindical metalúrgico que era una de las pocas expresiones de oposición real ante la dictadura militar brasileña. Y comencé a trabajar, a participar en un periódico (es un decir) que se llamaba Liberación, con ese pequeño equipo que apoyaba a ese dirigente sindical barbudo, muy desaliñado y autodidacta, un socialista de abajo que seguía trabajando en su fábrica y contaba las historias de la pobreza profunda de su país. Era apoyado por una mezcla extraña de jesuitas y trotskistas. La izquierda tradicional en esos años no tenía demasiada simpatía por ese sindicalista al que todos llamaban Lula. El personaje era fascinante sobre todo por su autenticidad.

Dejé Brasil y pasaron los años. Volví a ver a Lula, cuando estaba en su segunda campaña presidencial. Lo había traído a México, Cuauhtémoc Cárdenas, con quien hizo una sólida alianza política. Tuve oportunidad de hacer una larga entrevista de radio y de hablar un poco con ese hombre que seguía siendo un personaje fascinante, pero que era ya un dirigente político de enorme peso continental. Lo interesante de Lula, era que provenía realmente de los sectores más populares, más pobres de su país y que había llegado a lo más alto desde su labor de sindicalista, de líder de trabajadores, que nunca abandonó.

Volví a ver a Lula en alguna de las cumbres de las Américas, cuando ya era Presidente de Brasil y su país era una sensación en los mercados internacionales y en los medios. Crecía Brasil a ritmo vertiginoso, Lula había hecho reformas importantes, abrió Petrobras a la inversión extranjera, aunque mucho se concentraba en una empresa local que se convirtió en un gigante durante sus gobiernos, llamada Odebrecht. Estableció un programa social que, la verdad, copió del programa de Solidaridad que había nacido en México con Salinas de Gortari, pero que, con el poder económico que alcanzó Brasil gracias al aumento de las materias primas, fue un éxito. Lula recibía reconocimientos lo mismo de Bush que de Obama, de los CastroPutin o Xi Jinping. Platicar con Lula en esos años era hablar con un hombre que había logrado crecer con justicia social, abriendo mercados y respetando las libertades.

Lo que nadie veía era que el gigante tenía pies de barro. El endeudamiento de Brasil era manejable por los enormes ingresos que le generaban sus exportaciones de materias primas, incluyendo el petróleo, pero la economía quedó en manos de un puñado de empresas ampliamente beneficiadas por el gobierno de Lula, lo que destruía la competitividad. En realidad, lo que quería Lula era un país que se sustentara en su mercado interno (y al incorporar a casi 20 millones de personas que estaban en la pobreza extrema al mercado, el consumo creció), que se basara en las propias empresas brasileñas y que se relacionara con el mercado internacional a través de sus exportaciones primarias.

Volví a ver a Lula cuando ya había asumido el gobierno Dilma Rousseff, una mujer que había sido guerrillera, que estuvo presa y fue brutalmente torturada por la dictadura. Era una reunión cerrada de empresarios y sus familias (yo iba como conferencista) que se realizaba en una isla y el anfitrión era Marcelo Odebrecht, quien estaba en la cúspide de su poder económico y era evidente su estrechísima relación con Lula, que se quedó los tres días de la reunión, participó en los foros, dio una amplia explicación sobre el milagro brasileño e incluso se dio tiempo de subir al escenario y bailar con una de las mejores cantantes de Brasil, Daniela Mercury.

Poco después todo se derrumbó. Los precios de las materias primas que mantenían el milagro, cayeron estrepitosamente. La clase media que vivía, como en México en los años de López Portillo, en una burbuja de prosperidad, descubrió que estaba en medio de una crisis inesperada. Una investigación de un juez menor sobre una denuncia de corrupción se convirtió en el caso javo lato, el descubrimiento de una enorme red de corrupción internacional que había instrumentado Odebrecht en varios países del mundo para conseguir contratos. El gestor indirecto para ello era el propio Lula, quien abría los contactos políticos que luego “engrasaba”
el empresario.

Cuando Estados Unidos se involucró en la investigación, Odebrecht reconoció su responsabilidad y todos sus ejecutivos se convirtieron en testigos protegidos e involucraron a políticos de muchos países, pero sobre todo a buena parte de la clase política brasileña. Comenzó el llamado “gobierno de los jueces”. Rousseff renunció y todos sabían que la siguiente figura en caer sería Lula.

El viernes entró Lula en la cárcel para cumplir una condena de 12 años acusado de corrupción. Me entristece muchísimo que así haya acabado el dirigente de izquierda más genuino de América Latina en el último medio siglo (ningún otro se le puede comparar por origen, formación, militancia y compromiso democrático). Lula fue devorado por sus éxitos y sus demonios, por querer afrontar el futuro con fórmulas del pasado a pesar de sus éxitos sociales. Merecía terminar su vida política de otra forma.