¿Qué hacer?

La gloria es como un círculo en el agua   que nunca cesa de ensancharse

                hasta que esparciéndose a lo ancho se desvanece en nada.

                Shakespeare.

 

No se puede negar al nuevo gobierno su anhelo por dejar huella en todas las políticas públicas, su gran prisa por ser una especie de un antes y un después en la vida nacional. La actitud no es nueva, se repite en toda la historia y en todos los pueblos. El núcleo del discurso consiste en hablar de un “hombre nuevo”, de un cambio total.

La experiencia recomienda un ejercicio para deslindar lo que hay que cambiar y lo que se debe conservar. Ni todo lo nuevo es bueno por ser nuevo ni todo lo viejo es malo por ser viejo.

Se habla del PRI de antes como si todo su aporte fuera el buen desempeño de las instituciones, descalificando a toda su clase política. Me parece injusto, rayando, incluso, en la frivolidad.

El gobierno de Peña Nieto no representa a todo el periodo del priismo en el poder. Hubo claroscuros, igual que en los dos sexenios panistas.

En otras palabras, para hacer un diagnóstico o un balance, es preciso ser objetivos.

Los cambios de gobierno, desde 1934 a 2012, fueron tersos, respetuosos y, en lo general, sin cambios bruscos. Las instituciones siguieron operando con normalidad. Se sale un poco de esta práctica la entrega del poder de Díaz Ordaz a Echeverría, sin embargo, nada es comparable a lo acontecido en los últimos meses.

Con el título de “Cuarta Transformación”, se han trastocado muchas instituciones, sin explicaciones claras del Poder Ejecutivo. Diego Valadés, en El control del poder, afirma que las percepciones de este pueden agruparse en tres grandes tendencias: “una de exaltación, otra de deturpación y una más de racionalización, totalitarismo, anarquismo y democracia”. Toda proporción guardada, hay signos alarmantes de concentración del poder. Como bien lo expresan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su muy citada obra Cómo mueren las democracias, “en la actualidad el retroceso de las democracias comienza en las urnas”.

Desde luego, lo prioritario es erradicar la corrupción. Sin embargo, suspender los recursos a instituciones por sospecha o por indicios de malos manejos nos puede llevar a una grave atrofia de la administración pública en su conjunto. Despedir funcionarios por intuiciones, rumores o corazonadas, además de ser una injusticia, puede propiciar el prescindir de gente útil e indispensable.

Los sistemas políticos con grandes fallas parten de un principio: somos cómplices, por lo tanto, nadie puede hacer una denuncia. Si lo hace, de inmediato se le desacredita. Todos estamos embarrados, por lo tanto, nos convertimos en una inmensa alianza de complicidades. El rigor de la disciplina degenera en el encubrimiento de conductas inmorales.

A lo anterior hay que agregar la sumisa burocracia. No hay nada más peligroso que un funcionario público cumpliendo una orden, se pierde toda conciencia y se borra todo criterio para discernir lo bueno y lo malo. Simplemente, se acata la decisión del de arriba y no se cuestionan los medios para ejecutarla ni sus consecuencias.

Dentro de las muchas declaraciones de López Obrador, una es alarmante: “Nada de intransigencias y que quede claro, no me van a provocar. No voy a usar la fuerza pública para que me acusen de autoritario”. Eso significa rehuir a su deber.

Pobre del político que no es capaz de asumir decisiones impopulares. Según el Presidente, cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan es ser autoritario. Grave amenaza para nuestro endeble Estado de derecho.

Acudo a un pensamiento de Madame Calderón de la Barca hace casi 200 años: “Aquí lo pasado es todo, ¿y lo futuro? Responda quien pueda”.