Rectificar

El presidente Andrés Manuel López Obrador otorga un gran valor al cumplimiento de su palabra. Prácticamente,  todos los spots que se han difundido con motivo de su primer Informe de Gobierno tienen que ver con el aterrizaje de alguna promesa de campaña: su sueldo y su seguridad personal como mandatario, los programas sociales, etcétera.

Es verdad que una gran deuda de los políticos con los ciudadanos es cerrar la brecha entre lo que se dice y lo que se hace, y López Obrador ha buscado hacerlo. De hecho, más allá de lo que se piense de los compromisos que hizo como candidato, debe reconocérsele que muchos de ellos se han concretado desde que asumió el poder. Ahí están, por ejemplo, la cancelación de la “mal llamada reforma educativa” y la eliminación del Estado Mayor Presidencial.

Sin embargo, el cumplimiento de las promesas de campaña es bueno en abstracto, pero no siempre lo es en lo concreto. Si la promesa es  dañina para el interés público, lo mejor es que no se cumpla. Y a veces el costo de respetar lo ofrecido es ver cómo se estrellan las intenciones contra la terca realidad.

Esto último le ha pasado. En su esfuerzo por tirar por la borda todo lo realizado por sus antecesores, así como por hacer las cosas de forma diferente, algunas de sus políticas han naufragado en el mar del realismo. Incluso ha tenido que ver cómo mantener una promesa, como cancelar el proyecto del aeropuerto de Texcoco, ha provocado el incumplimiento de otras, como el crecimiento económico.

¿Sabía López Obrador que eso ocurriría? Seguramente no. O su equipo no calculó bien las variables o confió de más en la diosa Fortuna para que todas las promesas saliesen adelante sin atropellarse unas a otras.

Pero si bien el hoy Presidente tiene un lado irreductible, también tiene otro muy pragmático. Y en días recientes, lo ha dejado ver. Lo hizo en la renegociación con las empresas constructoras de los gasoductos y al recibir al director general de la empresa de energía ENI, quien le llevó a Palacio Nacional una prueba física de que ya está extrayendo petróleo como parte del contrato que ganó con la Reforma Energética.

Si bien López Obrador ha sido crítico de esas rondas de licitación, al punto de que su gobierno las puso en suspenso, el miércoles subió un comentario a su cuenta de Twitter que sorprendió a más de uno: “La empresa italiana ENI es la primera en producir petróleo luego de cuatro años de aprobada la reforma energética. El director general, Claudio Descalzi, me trajo una muestra del aceite que están extrayendo en Tabasco. Le agradecí por cumplir con su responsabilidad y confiar en México”.

Hay quienes han visto ese tuit y el acuerdo con las gaseras –además de un comentario reciente del jefe de la Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, en el sentido de que López Obrador cree que debe clarificar su política energética– como señales de que podría darse una inusitada apertura en el sector.

Si esto ocurre, estaremos ante el reconocimiento de que la realidad ha hecho imposible cumplir todas las promesas de campaña y tener que abjurar de algunas de ellas para poder sacar adelante las más importantes, como el crecimiento económico.

Aun así, no debe esperarse que tal vuelta en “u” venga acompañada de una admisión explícita de que el gobierno ha cambiado de parecer. Eso no ocurrirá. Si algo evita el Presidente es reconocer que se equivocó y dejar que se le perciba como un político semejante a los anteriores.

Si esa vuelta en “u” llega a darse, no será abrupta y chirriante, como la que haría un tráiler doble remolque en una carretera secundaria, sino suave, como las que dan los aviones a 10 mil metros de altura, que pasan inadvertidas por los pasajeros, aunque sean un cambio de curso.