Un pueblo que huele a gasolina

SAN PRIMITIVO, Hgo.- A la vera del camino que comunica las cabeceras municipales de Tlahuelilpan y Tlaxcoapan, justo donde comienza un sembradío de alfalfa, la familia Estrada encontró un dedo y unos mechones de cabello.

“Venga”, me llaman. “Es increíble lo mal que hacen su trabajo”, me dice Fernando Estrada, tío de Iván, un joven que convalece, inconsciente, en el Hospital Regional del IMSS en Pachuca, luego de sufrir graves quemaduras por la explosión de un ducto de Petróleos Mexicanos, el viernes por la noche.

“Ese dedo y ese pelo deberían estarlos analizando ahora mismo para poder identificar a las personas que murieron o están en coma en los hospitales”, me dice con una mueca de desesperación. Fernando aún busca a otro sobrino, Hugo Olvera Bautista, un muchacho de 13 años, de quien no se sabe nada desde el viernes y que había llegado con su primo Iván, desde Presas, comunidad del municipio de Tezontepec, a seis kilómetros de distancia. En toda la región se había corrido la voz de que “estaban regalando gasolina”.

Hubo casi cuatro horas para evitar la muerte de decenas de personas. De acuerdo con el secretario de Seguridad federal, Alfonso Durazo, la Sedena dio aviso de la fuga a las 14:30 horas. Los testimonios recogidos indican que los soldados y policías enviados aquí advirtieron a los pobladores sobre los riesgos que corrían al acercarse a la zona de la fuga de combustible, pero nunca se los prohibieron. “Eso, la gente lo entendió como un permiso para pasar”, me dice una mujer, quien ese día se retiró del lugar antes de la explosión.

A 150 metros al poniente, cruzando el sembradío, está la zona cero de la tragedia que, hasta el momento de escribir estas líneas, ha dejado 85 fallecidos y más de 50 heridos.

El punto exacto por donde brotó un géiser de combustible está ahora cubierto por tierra, luego de que bomberos y personal de Pemex lograran apagar el incendio, cerca de la media noche de ese día. Se trata de una zanja que divide los municipios de Tlahuelilpan y Tlaxcoapan. De uno y otro lado hay campos de cultivo. Me llama la atención que un tramo del ducto Tuxpan-Tula corra justo debajo de esa zanja, que ha sido habilitada como canal de riego. Le pregunto por qué a un grupo de pobladores que, como yo, observa los vestigios del infierno: yerba y árboles calcinados, cubetas derretidas, celulares reventados por el calor, ropa y zapatos chamuscados…

“Primero colocaron el ducto y ya luego apareció la zanja”, me dice uno de ellos. “Señor —interviene otro—, andan diciendo que ese ducto recién lo picaron, pero no es verdad. Nosotros, que vivimos acá, lo sabemos. Tiene de menos cinco años que lo estaban ordeñando”.

Bajo al fondo de la zanja, donde a simple vista se percibe un burbujeo, no lejos de donde el ducto expuesto fue cubierto en tierra. Los pies se hunden. Al tocar el suelo, éste despide el inconfundible olor de la gasolina. La fuga de combustible continúa. Un tercer interlocutor refiere que dos o tres veces por semana llegaba un camión con pacas y se estacionaba justo en el punto donde ocurrió la explosión. El conductor y sus acompañantes hacían como que revisaban el sembradío. Oculto por el camión, uno de ellos llenaba bidones con gasolina, usando una manguera conectada al ducto.

Le pregunto qué pasó el viernes. “Yo creo que se les reventó la válvula, no sé… Y empezó a salir un chorro de gasolina a presión. Eso fue poco antes de las tres de la tarde. Para las cinco, ya había llegado mucha gente con cubetas y garrafones. Y no sólo de aquí, sino de muchos pueblos de los alrededores”.

Camino cruzando el sembradío de alfalfa. El cultivo estaba listo para recolectarse, pero lo que no se quemó quedó aplastado por la estampida humana. Personas con las ropas en llamas dejaron ahí regadas sus pertenencias.

A 36 horas de la explosión del ducto, los peritos estatales y federales organizan una nueva búsqueda de evidencias. Me queda la impresión de que la zona del siniestro no ha sido debidamente protegida, como muestra el hallazgo espontáneo del dedo.
La explosión del viernes tendría que ser oportunidad para procesar a quienes, durante años, ordeñaron el ducto en San Primitivo y así enviar un mensaje de cero tolerancia a este delito.

Asimismo, debiera aprovecharse para abandonar el discurso victimista de que la ordeña es producto de la pobreza y eso se resuelve con transferencias de dinero. El no decir con claridad que esta práctica es un delito no ayudará a crear conciencia de su peligro.

Creer que éste será un antes y después automático es fácilmente desmentido por las reiteradas explosiones provocadas por el manejo de la pólvora por parte de los artesanos de pirotecnia en Tultepec, Estado de México, donde se han dado 50 estallidos en los últimos 20 años.