UNA GENERACIÓN DESECHABLE. NIÑOS SICARIOS

Juan Francisco Díaz fue un niño que a los 13 años de edad fue reclutado por el cártel del Noroeste. Participó en diversos ataques armados por lo que fue aprendido por primera vez a los 13 años pero dejado en libertad por ser menor de edad.

En agosto del presente año participó en un ataque en contra de elementos de seguridad de Tamaulipas en donde resultó abatido junto con otros sicarios.

“Juanito pistolas”, mote con el que era conocido en el medio; tenía 16 años de edad cuando fue decapitado por las balas enemigas. 

La corta carrera delictiva de “Juanito pistolas”, se difundió después de su muerte mediante un narco corrido. Sorprendentemente el cuerpo del menor fue reclamado por sus familiares para darle una digna sepultura.

Daniel, Edgar, Ulises, Juan, son nombres de niños cuyos edades oscilan entre los 11 y los 16 años de edad y que, a pesar de su corta edad, ya conocen la experiencia de matar –en cualquiera de sus formas–, a una persona. 

Frente a esa realidad surgen las inevitables interrogantes:, ¿Qué motiva a un menor de edad a integrarse a un ejercito de violencia y muerte como el crimen organizado?, ¿Cómo un niño puede albergar tanta agresión y violencia?, ¿Cómo se gesta y manifiesta la agresión en el niño?

El odio es uno de los afectos con el que nace el ser Humano —-el otro es el amor—, y para vivir en comunidad requiere de aprender a controlar las expresiones del odio como la agresión y la violencia.

Para lograrlo, el bebé requiere de contar con unos padres que le brinden un espacio —-hogar—-, de contención y seguridad en donde pueda desarrollar su personalidad. Con una madre lo suficientemente buena que satisfaga sus necesidades pero que también lo frustre y un padre enérgico pero afectuoso que le ayude a contener sus impulsos.

Cuando este medio ambiente ideal no se alcanza, son diversas las alteraciones y patologías que el menor puede llegar a desarrollar entre las que se encuentra la conducta antisocial que puede derivar en delincuencia.

Para Winnicott (2003) —psicoanalista inglés—-, la conducta antisocial, en muchos de los casos es un llamado de “auxilio” por parte del niño que busca el control de las partes agresivas de su personalidad y que sabe que dicho control, solo lo pueden ejercer personas fuertes, cariñosas y seguras que desearía fueran sus padres.

Cuando el niño fracasa en esta búsqueda; lo invade un sentimiento de desesperanza, en donde ya nada tiene sentido y no hay un lugar que lo contenga. 

En las organizaciones criminales los niños con sentimientos de desesperanza, encuentran la posibilidad de darle un sentido a la vida. Pasan de ser nadie, de estar en un vacío, a ser delincuentes; que por paradójico y complicado que resulte, el niño sin esperanza en la delincuencia encuentra una identidad, un objetivo y un sentido a la vida aunque su propia vida pase a tener fecha de caducidad. 

Ulises —un niño de la calle—-, en el momento que es enrolado en un grupo del crimen organizado; pasó de ser un niño sin hogar y sin padres a ser un niño con una identidad, “el ponchis, el niño asesino”; con una sensación de pertenecía; deja de ser un niño de la calle y pasa a pertenecer a un grupo, además de la posibilidad de obtener cantidades de dinero que quizás no imaginó tener a su corta edad.

En la situación de los niños sicarios se conjuntan al menos dos aspectos importantes: por un lado, el crimen organizado que busca reclutar a menores de edad para que realicen el trabajo sucio y enfrentar penas reducidas. En nuestro país antes de los 14 años, los niños no son responsables de conductas tipificadas como delitos.

Por otro lado, para los menores es una oportunidad de obtener el poder que brinda el dinero y disfrutar de un nivel de vida aunque sea por poco tiempo.

Este tipo de delincuencia se puede prevenir si los niños logran crecer en un hogar que les brinde estabilidad, amor y educación. Una segunda oportunidad se las podría brindar el Estado si el “Tutelar para Menores” pasara a ser una institución que pudiera educar, contener y transmitir seguridad a los niños infractores; dentro de un medio estable que les permitiera encontrarle sentido a la vida.

Los niños sicarios se vuelven una generación desechable para las organizaciones que los reclutan y para el mismo Estado que pretende atacar el problema con un “fuchi, guacala” o apelando a unas madres regañonas que en la mayoría de los casos están ausentes.